Aventurarse en La sonrisa secreta es como extraviar el tiempo y reinventarlo. Susana Muzio juega en el jardín del pasado, se vale de algunas certezas y las invade. Produce encantamiento cuando concibe criaturas irreales a partir de nombres y lugares verdaderos. Despliega el cuerpo de Buenos Aires como una pantalla negra, donde proyecta invocaciones de muertos tan dulces que dan ganas de masticarlos. Imagina un Marcel Duchamp entre mujeres como cisnes oscuros, plantas carnosas y helechos. Elegante, tieso y con el cráneo partido, August Stramm muere en la foto que inaugura su relato. Parece un mapa erótico que se dibuja sobre su propio cuerpo. Emma Zunz empieza extraviada en una pesadilla donde se vuelven a falsear las circunstancias, la hora, y uno o dos nombres propios. La última en sonreír es Nakamura, la que odia y poda sus bonsái como juguetes rabiosos, la esclava de un amor botánico y prohibido que aguarda en la vereda. Las criaturas de Susana Muzio son salvajes pero sutiles. Bellezas sin estación que nos arrastran al deseo de las conjeturas.
Fernanda García Lao